La Diplomacia Bizantina como Arte de la Ilusión
En el Chrysotriklinos, el salón del trono dorado del Gran Palacio de Constantinopla, cada objeto, cada gesto y cada silencio estaban cuidadosamente coreografiados para producir lo que los bizantinos llamaban “ekplixis”—el asombro calculado. Cuando el embajador del Sacro Imperio Romano Germánico Liutprando de Cremona visitó la corte en el siglo X, describió cómo el emperador Nicéforo II Focas lo recibió: “Ante mí se alzaba un trono rodeado de leones dorados que batían sus colas y rugían con un sonido espantoso, mientras árboles mecánicos con pájaros de oro cantaban a mi alrededor. Cuando me postré, el trono se elevó hacia el techo con el Basileus sentado, y descendió con ropas cambiadas“. Lo que no supo es que esos leones llevaban tres siglos asustando embajadores – el mismo mecanismo que describió Liutprando de Cremona décadas después. La corte bizantina era un laberinto de ilusiones recicladas, donde hasta las maravillas tecnológicas se repetían como guion hasta volverse mito. Este teatro no era mero lujo, sino el arma principal de un sistema diplomático que mantuvo al Imperio Romano de Oriente vivo durante mil años después de la caída de Roma.
Constantinopla amanecía entre brumas sobre el Cuerno de Oro cuando los sirvientes del palacio realizaban el ritual más importante del Imperio: colgar sedas púrpuras desde las murallas hasta el mar. Este espectáculo diario no era decoración, sino un mensaje calculado. El púrpura imperial, extraído de moluscos a precio de oro, gritaba sin palabras: “Somos tan ricos que desperdiciamos en telas lo que otros reinos matarían por poseer”. Así funcionaba la maquinaria diplomática bizantina: un teatro permanente donde cada detalle, desde el crujido de un mosaico bajo los pies hasta el perfume de los eunucos, estaba coreografiado para hipnotizar, intimidar o seducir.
Entre los cipreses del jardín privado del emperador, donde los embajadores eran invitados a caminar antes de las audiencias decisivas, crecían hierbas cuidadosamente seleccionadas para manipular la percepción. La artemisa para agudizar el miedo, la menta poleo para inducir confianza, el azafrán silvestre para nublar el juicio. Los jardineros imperiales eran farmacólogos entrenados en Salerno, que ajustaban las proporciones según el visitante. Cuando el embajador germánico Gebhard de Constanza preguntó por el delicioso aroma en 1082, ignoraba que inhalaba una infusión de lavanda y beleño que lo predispondría a ceder en la negociación fronteriza.
La corte imperial era una máquina de percepción cuidadosamente engrasada. Cuando el embajador árabe Harún ibn Yahya fue recibido por Basilio II en el siglo X, describió una ceremonia que lo dejó temblando: “Me hicieron pasar por siete salones, cada uno más estrecho que el anterior. En el último, tan pequeño que apenas podía arrodillarme, el Emperador apareció sentado en un trono que se elevaba hacia el cielo mientras coros cantaban en una lengua desconocida. Cuando el trono descendió, estaba vestido completamente diferente, como si hubiera viajado a otro mundo durante su ascenso.”
Este ritual, repetido durante siglos con variaciones mínimas, no era mero espectáculo. Los psicólogos modernos reconocerían en él técnicas avanzadas de desorientación sensorial y reformulación de autoridad. El mensaje era claro: en Constantinopla, hasta las leyes de la física obedecían al Basileus.
Entre las sombras del Gran Palacio de Constantinopla, donde el sol se filtraba a través de los vitrales como si dudara en iluminar tantos secretos, se desarrolló un arte diplomático tan refinado como despiadado. Los bizantinos no inventaron la mentira política, pero la elevaron a una forma de alta poesía, donde cada silencio contenía estratagemas y cada sonrisa escondía tres significados superpuestos.
Los fundamentos psicológicos de la diplomacia Bizantina:
Bizancio elevó la negociación a un arte de la percepción manipulada. Su premisa central era simple pero profunda: el poder real reside no en lo que se es, sino en lo que los demás creen que uno es. Esta filosofía se sustentaba en cuatro pilares:
El Misterio como Escudo: nunca mostrar las cartas completas. Los embajadores extranjeros eran recibidos por diferentes funcionarios en secuencia, cada uno revelando sólo fragmentos de información contradictoria.
La Demora como Estrategia: las respuestas a propuestas diplomáticas podían tardar años. El tiempo corría a favor de Bizancio, pues sabían que los reinos bárbaros carecían de su paciencia milenaria.
El Simulacro de Omnipotencia: Se fabricaban crisis ficticias en fronteras lejanas sólo para demostrar que el Imperio podía “aparecer” militarmente en cualquier lugar.
La Economía de la Generosidad: el oro bizantino compraba lealtades, pero siempre con pagos escalonados que convertían a los receptores en adictos políticos.
Los instrumentos concretos de un juego abstracto:
Diplomáticos y negociadores bizantinos – perfeccionando de hecho a través de las décadas y siglos de ejercicio – utilizaban un conjunto de instrumentos concretos con muchos elementos ilusorios y otros destinados a “confundir” las contrapartes y a los Estados y naciones con las cuales trataban. Durante mucho tiempo el Imperio Romano de Oriente sufrió un proceso de perdida de poder militar, y debió entonces extremar las posibilidades del uso de otros recursos para poder mantenerse en pie frente a poderosos enemigos y poco confiables aliados. A continuación, veremos algunos de los elementos de los que se valía para poder mantener el equilibrio en ese mundo convulso.
El Cuerpo Diplomático: espías con toga:
Los apokrisiarioi (equivalentes a embajadores) eran seleccionados entre eunucos y clérigos—grupos sin ambiciones dinásticas que podían moverse entre cortes sin levantar sospechas. Su entrenamiento, que era intenso, incluía, entre otras cosas:
Memorizar 300 páginas de protocolos de cortes extranjeras
Aprender a envenenar sin dejar rastro (aunque rara vez se utilizaba, aunque era una “habilidad” que estaba a disposición)
Técnicas para detectar mentiras observando el temblor de las manos sobre copas de vino, en una de las tantas técnicas que se utilizaban en los tiempos antiguos para la lectura del lenguaje gestual.
El Arte de la traducción manipulada:
Los intérpretes bizantinos eran maestros de lo que hoy llamaríamos “gaslighting diplomático”:
Cambiaban tonos de voz en las traducciones para hacer parecer iracundos a los embajadores extranjeros
“Olvidaban” transmitir amenazas clave hasta después de firmados los tratados
Inventaban palabras intraducibles que sembraban confusión (como “hyperpyron”, que significaba tanto “moneda de oro” como “deber sagrado”). Un ejemplo muy interesante es cuando el califa abasí Al-Mansur exigió tributo, el traductor bizantino le hizo creer que Constantinopla se lo enviaría “cuando el mar dejara de tener olas”.
Los “regalos” que en realidad parecían cadenas:
La aurum diplomaticum (oro diplomático) seguía reglas precisas:
Para los jefes bárbaros: objetos de oro macizo, pero de arte tosco, para alimentar su avaricia, pero no su sofisticación
Para los dignatarios y soberanos musulmanes: libros de ciencia griega con errores deliberados en páginas clave.
Para las potencias y soberanos occidentales: reliquias religiosas falsas pero imposibles de verificar (como “plumas del ángel Gabriel”)
En 968, el emperador Nicéforo II envió al sacro emperador romano Otón I un órgano hidráulico que sólo podía tocar él Te Deum—mensaje subliminal de superioridad cultural.
Matrimonios como armas geopolíticas:
Las princesas porfirogénitas (nacidas en la púrpura imperial) eran unos de los activos más valiosos para el Imperio y la forma en que podían ser “utilizadas” era variable y no siempre con intenciones matrimoniales, sino con dobles características. Así, por ejemplo, el caso de Teodora, hija de Constantino VIII, fue enviada a Venecia no para casarse, sino para hacer que el dogo rompiera su alianza con los normandos al codiciarla.
Ana Comnena (de la cual nos ocuparemos más tarde por la preciosa información que nos ha legado sobre el pensamiento y el funcionamiento de la maquinaria imperial) describe en su Alexiada cómo su padre Alejo I usó promesas matrimoniales para retrasar la Primera Cruzada cuatro años.
Las operaciones encubiertas: el Juego de las sombras.
La Arcana Imperii (secretos de estado) incluía tácticas que harían palidecer incluso a algunos de los servicios secretos contemporáneos más sofisticados:
El uso de monjes guerreros: Agentes entrenados en monasterios del Monte Athos que se infiltraban como clérigos.
Utilización y difusión de falsas profecías: pagaban a astrólogos para predecir derrotas de enemigos.
Guerras económicas: inundaban mercados rivales con oro falso que contenía cobre (el “crisargiro”). Un ejemplo que nos resulta de interés es que, en 1042, el Emperador Constantino IX provocó una revuelta en Bulgaria haciendo circular monedas con su efigie… pero acuñadas en plata de baja ley que irritaba la piel.
El Bizantinismo como una filosofía de poder:
Cuando Mehmed II conquistó Constantinopla en 1453, encontró en los archivos imperiales manuales diplomáticos que seguían al pie de la letra—adaptándolos al Imperio Otomano. Hoy, rastros de este arte sobreviven en:
La diplomacia vaticana (el “silencio elocuente” de los papas)
Los servicios de inteligencia rusos (el maskirovka o engaño estratégico)
Las negociaciones corporativas modernas (técnicas de “anchoring” y “time pressure”)
El profesor de Harvard Edward Luttwak lo resume así: “Bizancio enseñó al mundo que la verdadera batalla no es por territorios, sino por percepciones—y en esa guerra, los que controlan los espejos y las sombras siempre ganan.”
En el Museo Arqueológico de Estambul, una vitrina contiene un skaranikon—el sombrero ceremonial de los embajadores bizantinos. Su borde ancho proyectaba sombra sobre el rostro, haciendo imposible leer sus expresiones. Quizás en ese detalle resida toda una filosofía de poder: gobernar no desde la luz de la transparencia, sino desde la penumbra fértil de lo inescrutable.
Los Eunucos que tejían el mundo:
En las sombras del gineceo imperial, los eunucos de la Escuela de Dolmática perfeccionaban el arte de gobernar sin testículos ni escrúpulos. Eran los maestros de ceremonia de un sistema donde:
- Los tratados se redactaban con tinta que se desvanecía tras cinco años
- Las princesas púrpuras aprendían a envenenar con besos protocolarios
- Algunos generales victoriosos – que podían ser un peligro para el Basileus – recibían triunfos públicos… y copas emponzoñadas en privado
El gran Narsés, aquel anciano sin sexo que comandó ejércitos, resumió la filosofía en una frase: “El poder verdadero no está en la espada, sino en saber quién duerme con quién y qué secreto guarda cada almohada“.
Sin duda, la crueldad era algo tomado como natural, o naturalizado al menos dentro del servicio público político del Basileus. Como siempre, todo debe ser tomado en su tiempo y en su contexto, aun cuando objetivamente – como lo hemos visto con la Republica de Venecia, por ejemplo, o el Vaticano en ciertos periodos – lo “natural” contemporáneamente nos parece bárbaro. Posiblemente, la “razón de Estado” no fue un invento ni de Richelieu ni de Nicolo Machiavelli.
Los libros vivientes:
La Biblioteca de los Libros Vivos
El último secreto, guardado en la Sala Octogonal del palacio, eran los “volúmenes animados”: esclavos seleccionados desde niños para memorizar tratados completos y actuar como libros humanos. Cuando el emperador necesitaba consultar cláusulas olvidadas, estos “codices viventes” recitaban textos mientras ejecutaban movimientos que indicaban pasajes clave:
Manos en el pecho: Advertencias ocultas
Dedo en la sien: Dobles sentidos
Párpado tembloroso: Mentiras del contrincante
En 1204, cuando los cruzados irrumpieron en el palacio, quemaron por error a doce de estos “libros” pensando que eran eunucos comunes. Así se perdió el conocimiento de tres siglos de artimañas diplomáticas.
El Idioma como arcano, tanto el hablado como el gestual:
La cancillería imperial había desarrollado un lenguaje cifrado que volvía locos a los traductores extranjeros. Romper esos códigos era prácticamente imposible, y en caso de una traición o sospecha de esta, podía modificarse. Usaban:
Palíndromos diplomáticos: frases que leídas al revés decían lo contrario.
Súplicas que eran amenazas: “Imploramos vuestra piedad” significaba “Tenemos agentes en tu corte“
Silencios elocuentes: Durante la embajada de Otón I, el Basileus pasó tres audiencias sin hablar, mientras sus ojos seguían un reloj de agua que nadie más veía
Cuando el califa Al-Muqtadir exigió tributo, los bizantinos le enviaron un reloj que marcaba las horas al revés. Tardaron dos años en explicarle que era una declaración de guerra.
La Cancillería Imperial empleaba cuatro niveles de discurso:
Prophora (para plebeyos): lenguaje directo y sencillo.
Akribeia (para Embajadores): con equívocos deliberados.
Aporreta (para la Corte): con códigos basados en mitología griega
Skoteinos (para el Emperador): con palabras que cambiaban el significado según la hora del día o de la noche.
Cuando el patriarca Focio quería comunicar que un embajador debía ser asesinado, decía: “El solsticio de verano será particularmente luminoso este año“. Los agentes sabían que “solsticio” significaba muerte, “verano” indicaba el método (veneno solar, derivado de la cicuta) y “luminoso” especificaba que debía hacerse en público para escarmiento.
Un oro que quemaba las manos:
El sistema de sobornos era una obra de arte psicológica. Muchas veces es difícil imaginar que se colocara tanta creatividad en algunas cosas. Dentro de los ejemplos a ofrecer:
A los bárbaros les daban copas tan pesadas que necesitaban ambas manos para beber – imposible empuñar armas
A los árabes, mapas astronómicos con errores en las rutas caravaneras.
A los cruzados, “reliquias” milagrosas que siempre terminaban provocando disputas entre ellos (ya hemos visto que por lo general eran falsas de toda falsedad).
En 1204, cuando el dogo Enrico Dandolo – ciego y nonagenario – exigió el pago por transportar cruzados, le ofrecieron un cofre de monedas de cristal. Al tocarlas, sus dedos sangraron: estaban biseladas como cuchillas. Fue la gota que desbordó el saqueo de Constantinopla.
El zodíaco diplomático:
Los bizantinos elevaban la astrología a herramienta geopolítica. Cada embajador extranjero era analizado por astrólogos sirios que determinaban:
Día óptimo para negociar (los escorpiones eran recibidos en luna llena, cuando su influjo astral decrecía)
Colores que debía vestir el Basileus (oro para acentuar autoridad ante aries, púrpura para sugestionar a tauro)
Ubicación exacta del trono (calculada con astrolabios para aprovechar corrientes telúricas)
En 1045, cuando el emperador Constantino IX Monómaco quiso humillar al patriarca Miguel Cerulario, lo recibió bajo un fresco de Perseo decapitando a Medusa, posicionado exactamente donde el sol del mediodía proyectaba la sombra de la espada sobre el cuello del eclesiástico.
Recursos utilizados en los banquetes:
Los banquetes diplomáticos eran obras maestras de ilusión gastronómica:
Primer servicio: Vajilla de oro macizo para los bárbaros (que la robaban y luego sufrían envenenamiento por el mercurio usado en el pulido)
Segundo servicio: Platillos idénticos en apariencia, pero con temperaturas opuestas (quemando lenguas distraídas)
Postre: Frutas escarchadas con fórmulas secretas – las del embajador contenían cantáridas para inducir verborrea, las del basileus opio para mantener impasibilidad
El kronikler Juan Skylitzes registró cómo en 976, el general rebelde Bardas Skleros fue neutralizado cuando su copa de cristal, calibrada para resonar a cierta frecuencia, hizo que su mano temblara durante el brindis – señal convenida para sus cómplices de que abortaran el golpe.
Los tres anillos del engaño:
La cancillería imperial dividía su juego diplomático en tres círculos concéntricos:
El Círculo Exterior (Prokopios): donde se mostraba la fachada de amistad – banquetes suntuosos, intercambio de regalos, sonrisas protocolarias. Aquí operaban los traductores oficiales, cuyas “equivocaciones” estratégicas sembraban la discordia entre enemigos.
El Círculo Medio (Paralios): donde se tejían las verdaderas alianzas mediante eunucos y mercaderes. Un caso célebre fue el del patricio Simeón, quien durante 20 años se hizo pasar por comerciante de sedas en Bagdad mientras reclutaba una red de espías entre los esclavos del califa.
El Círculo Interior (Asvestos): conocido sólo por el Emperador y su logoteta general. Aquí se gestaban operaciones como el envenenamiento lento del rey búlgaro Simeón, administrado gota a gota en los sellos de cera de cartas aparentemente amistosas.
El arte de la traición elegante:
Los bizantinos desarrollaron toda una taxonomía de la perfidia diplomática, los ejemplos son muy interesantes:
La Traición Blanca: romper un tratado después de asegurarse que la otra parte lo incumpliera primero (como con el jázaro Kagán en 941).
La Traición Púrpura: matrimonios dinásticos donde la novia llevaba veneno en sus joyas (la princesa Teodora y el emir de Creta en 949).
La Traición Dorada: financiar a ambos bandos en un conflicto ajeno hasta que se agotaran (guerras persa-árabes del siglo VII).
Un Legado de Seda y Sangre:
Hoy, cuando analistas estudian las negociaciones nucleares con Corea del Norte o los dobles juegos en Oriente Medio, en realidad están leyendo páginas del manual bizantino. La CIA mantiene una unidad llamada “Proyecto Balsamon” (por el gran jurista bizantino) que estudia estas tácticas aplicadas a la geopolítica moderna.
En las ruinas del palacio de Blanquerna, donde crecen ahora los olivos silvestres, aún pueden verse los restos del “Salón de las Audiencias Dobles”, donde paredes con forma de parábola concentraban los susurros del trono hacia oídos selectos. Quizás sea el monumento perfecto a esta diplomacia de sombras: un espacio donde las palabras viajaban en secreto, igual que el poder real, siempre presente pero nunca donde parecía estar.
Hoy, en los pasillos del Consejo de Seguridad de la ONU, en las reuniones secretas del G20, en las cenas privadas de los Bilderberg, persisten ecos de este sistema. Cuando un diplomático moderno elige con cuidado su corbata (el equivalente contemporáneo del lorum púrpura), cuando se programa una reunión crucial en viernes por la tarde (hora de fatiga psicológica), o cuando se sirven mariscos en una cena con alérgicos, el fantasma de Bizancio asiente satisfecho entre las sombras.
Como escribió la princesa Ana Comnena en su lecho de muerte: “El poder no reside en los ejércitos ni en el oro, sino en saber exactamente qué sueña tu enemigo… y luego hacerle creer que ese sueño fue idea suya“.
Hoy, cuando un diplomático ruso “pierde” documentos clave en un café vienés, cuando el Vaticano emite comunicados en latín con dobles sentidos, o cuando un negociador chino alarga interminablemente el té antes de hablar, están ejecutando variaciones del juego bizantino.
En las bóvedas secretas del Museo de Topkapi, entre los restos del palacio imperial, se conserva un mosaico que muestra a dos embajadores sonriéndose mientras se clavan dagas en la espalda mutuamente. La inscripción reza: “La sonrisa es el escudo, el silencio la espada, la paciencia el veneno“. Tres armas que mantuvieron vivo un imperio contra todo pronóstico durante mil años después de que Roma cayera.
Quizás la última palabra la tenga Ana Comnena, la princesa historiadora que vio caer el telón: “Nos llamaron decadentes mientras aprendían a imitarnos. Ahora el mundo entero es bizantino, sólo que sin nuestra elegancia“.
Ana Comnena: La Princesa Historiadora que Escribió el Alma de Bizancio.
En el crepúsculo del siglo XI, cuando el Imperio Bizantino se debatía entre cruzados sedientos de gloria y turcos que acechaban sus fronteras, una mujer de mirada penetrante y pluma afilada se sentaba en el gineceo del palacio de Constantinopla para escribir la historia más íntima de su tiempo. Ana Comnena, princesa por sangre e historiadora por vocación, fue testigo y cronista de un mundo que se desvanecía entre el esplendor y la decadencia. Su obra, La Alexíada, no es sólo un relato épico de las guerras de su padre, el emperador Alejo I Comneno, sino un tratado psicológico sobre el poder, la traición y los frágiles hilos que sostienen los imperios.
Ana nació en 1083, en la Porphyra, la cámara de púrpura reservada para los hijos de emperadores. Desde su primer aliento, estuvo rodeada de los símbolos del poder: el peso de la diadema imperial, el olor a incienso de las ceremonias sagradas, los murmullos de los cortesanos que ya especulaban sobre su futuro. Su padre, Alejo I, había ascendido al trono tras una guerra civil, y su madre, Irene Ducas, era una aristócrata de sangre helénica que educó a Ana en los clásicos.
Mientras otras princesas aprendían a bordar o a servir té, Ana devoraba a Homero, Tucídides y Aristóteles. Su tutor, el filósofo Miguel Psellos, le enseñó retórica, astronomía y medicina. Pero su verdadera escuela fue la corte misma: un teatro de intrigas donde cada sonrisa escondía un puñal y cada reverencia, una conspiración.
La Princesa que Pudo Ser Emperatriz:
Durante años, Alejo I consideró nombrar a Ana su sucesora, rompiendo con la tradición que favorecía a los varones. La joven princesa, inteligente y ambiciosa, fue educada como si el trono fuera su destino. Pero el nacimiento de su hermano Juan en 1087 cambió todo. Aun así, Ana nunca abandonó la esperanza.
En 1118, cuando Alejo murió, su esposa Irene y Ana conspiraron para evitar que Juan heredara el trono. El plan fracasó. Juan II Comneno, desconfiado de su hermana, la exilió a un convento en Kecharitomene, fundado por su madre. Allí, lejos del poder, pero cerca de los recuerdos, Ana comenzó a escribir.
La Alexíada: Historia, Memoria y Venganza:
La Alexíada es mucho más que una crónica: es un ajuste de cuentas con la historia, un intento de rescatar el legado de su padre y, quizás, de justificar su propia ambición. Escrita en griego clásico, la obra abarca los 37 años de reinado de Alejo I (1081-1118), desde las guerras contra los normandos hasta la llegada de la Primera Cruzada.
Las claves de su obra:
El arte de la manipulación narrativa: Ana retrata a su padre como un genio militar y político, pero también revela sus debilidades. Describe cómo Alejo usaba tácticas bizantinas por excelencia: sobornos, disimulo y paciencia.
Los Cruzados como bárbaros útiles: Ana detalla con mezcla de fascinación y desprecio a los líderes cruzados —como Bohemundo de Tarento—, a quienes veía como aliados necesarios pero peligrosos.
La mirada de una mujer en un mundo de hombres:
A diferencia de otros cronistas, Ana registra detalles íntimos: las enfermedades de su padre, las lágrimas de su madre, los rumores de palacio que los historiadores varones omitían.
“Mi padre no era un hombre cruel, pero sabía que la misericordia, en exceso, es otra forma de estupidez.”
En el convento, Ana se convirtió en una erudita respetada. Recibía visitas de filósofos, debatía teología y seguía escribiendo. Algunos historiadores creen que allí compuso una segunda obra, perdida, sobre filosofía neoplatónica.
Murió alrededor de 1153, habiendo sobrevivido a su hermano Juan y a casi todos sus enemigos. Su legado no fue un trono, sino algo más duradero: la memoria viva de Bizancio en su momento más crítico.
Fue la primera gran historiadora mujer: combinando erudición con perspectiva femenina. Al mismo tiempo se la considera como una maestra de la psicología política, sus retratos de personajes como Alejo I – su padre – o el propio Bohemundo, son estudios profundos de ambición y de poder. También se a considera como la voz de un Imperio en transición, dado que su obra captura el choque entre el mundo antiguo y la Europa medieval.
Hoy, en las universidades de Estambul, Atenas y París, su “Alexíada# se lee no sólo como historia, sino como literatura. Porque Ana no escribió para los cronistas oficiales, sino para el tiempo mismo. Como ella misma dijo: “La tinta puede ser más poderosa que la púrpura, y las palabras, más eternas que los imperios.”
En 2021, una placa fue colocada en lo que fue el palacio de los Comnenos, recordando a la princesa que desafió su destino. Quizás su mayor triunfo fue éste: que nueve siglos después, sus palabras sigan vivas, sus intrigas sigan fascinando, y su voz —aguda, irónica, profundamente humana— siga resonando desde las sombras de Bizancio.
La “Alexíada”: El espejo de oro de Bizancio.
En el silencio dorado del convento de Kecharitomene, donde el tiempo parecía haberse detenido entre íconos y manuscritos, una princesa caída en desgracia tejía con palabras el retrato más vívido que nos queda del Imperio Bizantino en su encrucijada crucial. La Alexíada de Ana Comnena no es sólo un relato histórico: es un laberinto de memoria y propaganda, de poesía y precisión militar, donde cada línea contiene tres niveles de lectura – el oficial, el íntimo y el prohibido.
Ana comenzó a escribir hacia 1138, veinte años después de la muerte de su padre. Lo hizo en primer lugar como un acto filial: Para rescatar el legado de Alejo I de las calumnias de la corte de su hermano y sucesor Juan II, tío de Ana. En segundo lugar, como terapia personal: El exilio conventual lo transformó su ambición política en energía creativa. También lo hizo como advertencia política para mostrar a futuros Emperadores los peligros que acechaban a todo aquel que ocupara el trono.
Usó como modelo formal la Anábasis de Jenofonte, pero su verdadera inspiración fueron las tragedias griegas – especialmente Eurípides, cuyos personajes femeninos complejos resuenan en sus retratos.
Los 15 libros que componen la obra alternan entre: una crónica militar minuciosa, desarrollando las campañas contra normandos, pechenegos y cruzados. Esto fue complementado por retratos psicológicos, como el de Bohemundo de Tarento el que es descrito como “un león con sonrisa de zorro“. No quedaron ajenas las digresiones eruditas: desde disertaciones sobre balística hasta análisis de los humores corporales.
El libro III contiene una descripción de la batalla de Dyrrhachium (1081) tan detallada que historiadores militares modernos han reconstruido las tácticas bizantinas de guerra a partir de ella.
Bizantina al fin, Ana introduce en su libro claves de lectura secreta, esculpiendo entre líneas varios mensajes cifrados. Por ejemplo, el elogio como critica, cuando describe a su madre Irene como “sabia como Atenea” pero omitiendo su papel en las intrigas palaciegas; el uso de silencio elocuentes, dedicando por ejemplo tres paginas a un eclipse solar durante la campana de los pechenegos, sin mencionar mas que por encima su propio matrimonio. Utiliza símbolos recurrentes, por ejemplo, el uso del águila bicéfala (mostrando al Basileus Alejo como gobernante de Oriente y Occidente, en contraposición a la serpiente que representa a los traidores.
El libro tiene un conjunto de pasajes reveladores: sobre los Cruzados (en el Libro X): “Llegaron como lluvia torrencial, incontables como las estrellas o los granos de arena… pero cada uno creía ser el único protagonista de la historia. Mi padre los usó como se usa un incendio forestal: conteniendo su avance hacia donde convenía.”
Sobre la Enfermedad de su padre el Basileus Alejo (Libro XV): “El dolor en sus piernas lo doblegaba, pero nunca su espíritu. Los médicos hablaban de humores desequilibrados; yo sabía que era el peso del imperio el que le carcomía los huesos.”
Ha desatado varias controversias: es una fuente primaria para las primeras cruzadas, aunque – como es lógico – con un claro sesgo pro-bizantino; también ha sido acusada de manipulación histórica, exagerando derrotas normandas y minimizando los errores cometidos por el Basileus Alejo.
El manuscrito original se conservó en la biblioteca imperial hasta 1204, cuando los cruzados lo robaron. Hoy sobreviven 5 copias medievales, la mejor en la Biblioteca Vaticana (Codex Vaticanus Graecus 1431).
Ana escribió para glorificar a su padre, pero sin querer creó algo más valioso: un testimonio de cómo Bizancio veía al mundo y a sí mismo en el momento exacto en que comenzaba su largo ocaso. Sus páginas huelen aún a incienso y sangre seca, a tinta púrpura y lágrimas contenidas.
Como ella misma advierte en el prólogo: “Este no es sólo el relato de lo que fue, sino el mapa de lo que podría volver a ser. Los imperios caen, pero sus errores son inmortales.”
0 comentarios