“Convencer no es vencer; es hacer que el otro vea el mundo como tú lo ves, aunque solo sea por un momento.”
Reflexión privada de LBJ, 1965
Lyndon Baines Johnson (1908-1973) fue el presidente estadounidense más contradictorio del siglo XX. Un titán legislativo que impulsó los derechos civiles más ambiciosos desde Lincoln, pero también el arquitecto de la escalada en Vietnam; un virtuoso del trato personal que fracasó en la diplomacia global. Su estilo negociador —una mezcla de intimidación física, favores calculados y pragmatismo despiadado— ofrece lecciones eternas sobre el poder y sus límites.
Este análisis busca servir no como juicio, sino como espejo para quienes negocian en crisis complejas: incluso los más hábiles pueden caer cuando confunden poder con omnipotencia.
Los Orígenes: aprendiendo a negociar en el polvorín de Texas:
Nacido en las colinas pedregosas de Texas, Johnson aprendió pronto que la supervivencia dependía de leer a las personas. Su padre, un político venido a menos, le enseñó el arte de los “favores cruzados”: “Nadie da nada por nada, Lyndon. Pero si haces que crean que lo hacen, ganarás dos veces.”
La infancia de LBJ en las áridas tierras de Stonewall fue su primera escuela de negociación. Hijo de un político arruinado, aprendió que el poder no se pedía, se tomaba. “Vi a mi padre mendigar votos en las ferias ganaderas“, recordaría después. “Los hombres lo despreciaban por sonreír mientras lo humillaban. Juré que nunca me arrodillaría“.
Como joven profesor en una escuela mexicana de Cotulla, descubrió su arma secreta: la conexión humana. “Les lavaba las caras a los niños antes de clase“, confesaría décadas después. “Quería que sintieran que alguien creía en ellos“. Esta dualidad —capacidad para la ternura y la crueldad calculada— marcaría su carrera.
En las polvorientas calles de Johnson City, el joven Lyndon aprendió que las palabras eran moneda de cambio, pero las acciones eran oro puro. Como director de una pequeña escuela en Cotulla, territorio predominantemente mexicano, descubrió el poder transformador de la atención personal. “Les compraba pelotas de béisbol con mi propio sueldo“, recordaría décadas después con voz quebrada. “Quería que supieran que alguien los veía“.
Esta capacidad para la conexión humana se convertiría en su sello distintivo. Durante su primer campaña para el Congreso en 1937, Johnson no prometía discursos grandilocuentes. En cambio, visitaba cada casa, recordaba cada nombre, estrechaba cada mano como si fuera la más importante. “Sabía que la señora Ferguson había perdido a su hijo en la guerra, que el viejo Thompson padecía de reuma“, contaría después su asistente. “Lyndon hacía que cada votante sintiera que era el único que importaba“.
La Presidencia de Lyndon Baines Johnson fue como un río desbocado de Texas: arrasaba con todo a su paso, llevando tanto sedimentos fértiles como escombros destructivos. Su estilo negociador, tallado en las áridas colinas de su infancia y pulido en los pasillos del poder, representaba una mezcla única de intuición salvaje y cálculo meticuloso. Era un hombre que podía llorar genuinamente al contar historias sobre niños pobres mientras simultáneamente manipulaba a un colega con la precisión de un cirujano.
El Senado: donde nació una leyenda negociadora:
Cuando Johnson llegó al Senado en 1949, rápidamente comprendió que el poder real no residía en los discursos pomposos, sino en los pasillos laterales, en los apartes privados, en los susurros tras bambalinas. Desarrolló lo que los periodistas llamarían “El Tratamiento Johnsoniano”, una mezcla hipnótica de persuasión, intimidación y seducción psicológica.
Pero detrás de esta fachada de torrente verbal yacía una mente estratégica excepcional. Johnson llevaba mapas mentales detallados de las debilidades, ambiciones y puntos de presión de cada colega. Sabía que el Senador Russell necesitaba sentirse el defensor supremo del Sur, que el Senador Humphrey anhelaba reconocimiento intelectual, que ciertos colegas respondían mejor a las súplicas emocionales que a los argumentos lógicos.
La Escuela del Senado norteamericano: (1949-1961):
Como líder de la mayoría demócrata, Johnson perfeccionó lo que llamaba “el tratamiento”. Ese tratamiento, consistía en un sistema bastante personal y variopinto de actuación. Sus años como Líder de la Mayoría Demócrata (1955-1961) se convirtieron en leyenda. Los corresponsales del Capitolio bautizaron sus tácticas como “El Tratamiento Johnsoniano”. Utilizando:
El uso de tácticas físicas: invadía el espacio personal (con un absoluto desprecio de la proxemia), agarraba solapas, sacudía a sus interlocutores, usaba su metro noventa de altura para intimidar. Era directamente arrollador desde la perspectiva física. Era algo así como una especie de “asalto físico”. Los relatos de testigos describen escenas casi teatrales: Johnson, con su metro noventa de altura, inclinándose sobre un colega más bajo, una mano en su hombro, la otra gesticulando enfáticamente, mientras una lluvia de argumentos, halagos y amenazas veladas caía sobre el desprevenido interlocutor. “Era como ser atropellado por un tren de carga que te gritaba cumplidos“, describió un Senador Republicano.
Los datos personales como armas: memorizaba las vidas de muchos de sus colegas, tanto del mismo partido como de la oposición, para apelar a sus inseguridades (por ejemplo, “Sabía que Dick Russell necesitaba sentirse el más sureño de todos, así que le dejaba ganar en eso”). También sabía que el Senador Richard Russell, segregacionista pero solitario, anhelaba compañía. Johnson organizaba cenas privadas donde le servía su bourbon favorito antes de pedir votos para derechos civiles.
La utilización del tiempo como estrategia: por ejemplo, forzaba votaciones a las 3 de la mañana, cuando los opositores estaban exhaustos.
Tenía un genio particular para dominar el Congreso, no necesariamente elegante, la mayoría de la gente lo consideraba bastante ordinario —donde conocía cada nombre de esposa e hijo— y en muchos casos chocaría con culturas donde sus métodos eran considerado algo grotescos.
La teatralidad calculada: en 1957, para forzar la Ley de Derechos Civiles, fingió un ataque cardíaco en el pleno del Senado. Los médicos encontraron su presión arterial normal, pero el espectáculo había dado resultado.
La suela del zapato, Vietnam. Una Negociación que nunca entendió y que sus asesores principales tampoco ayudaron nada:
La tragedia de Johnson fue aplicar tácticas legislativas a una guerra asimétrica. Creía que Vietnam sería como convencer a un senador reticente: suficiente presión y concesiones calculadas rendirían frutos. Sus intentos de aplicar tácticas legislativas a la guerra fueron patéticos y conmovedores a la vez. Ordenaba bombardeos escalonados como si fueran “incentivos” en una negociación, ignorando que Ho Chi Minh no era un senador sureño que pudiera ser convencido con favores políticos. Cuando sus generales pedían más tropas, Johnson a veces los recibía en pijama, buscando crear una atmósfera de intimidad que facilitara el acuerdo, sin darse cuenta de que estaba tratando con una cultura completamente ajena.
Hay algunas crónicas que desarrollan su estilo, actuación y, en algunos casos, desconcierto, que ilustran el clima de época: el aire en la Sala del Gabinete era espeso aquel julio de 1965 cuando Lyndon Johnson, sudoroso y con la corbata deshecha, se inclinó sobre la mesa de caoba para clavar sus ojos en cada uno de sus generales. “No me traigan teorías de Harvard sobre guerras limitadas“, rugió mientras golpeaba el mapa de Vietnam con su dedo manchado de tinta. “¡Díganme cómo ganamos esto!“. La escena encapsulaba al hombre completo: un negociador nato que transformó el Congreso estadounidense, pero que encontró en la jungla asiática el límite de sus métodos.
El más importante de sus errores, quizá el error fundamental fue que
Johnson abordó a Vietnam como un problema legislativo más: “Si convenzo a suficientes generales y congresistas, ganaré”. No entendió jamás que los norvietnamitas no jugaban al mismo juego.
El uso de tácticas fallidas fue abrumador, con múltiples ejemplos:
El error del Golfo de Tonkín (1964): a comienzos de agosto de 1964, cuando el ejército estadounidense envió al buque de guerra USS Maddox el 2 de agosto a unos 45 kilómetros de la costa de Vietnam del Norte, en el Golfo de Tonkín, tres lanchas patrulleras del ejército norvietnamita provistas de torpedos se desplegaron para interceptar al navío estadounidense. La orden del capitán, John J. Herrick, fue abrir fuego contra ellas si se acercaban a menos de 10 kilómetros. El incidente, acabó con un intercambio de fuego en el que las lanchas norvietnamitas obligaron al navío estadounidense a cambiar de rumbo tras lanzar sus torpedos. El apoyo de la aviación americana, que desplegó tres cazas desde un portaaviones próximo, dañó gravemente la infraestructura de las lanchas, que tuvieron que retirarse a la base con cuatro de sus soldados muertos. Dos días más tarde, la Armada estadounidense volvió a enviar al USS Maddox a la costa norvietnamita, en esta ocasión a menos de 20 kilómetros y escoltado por el destructor de guerra USS Turner Joy. Durante la noche, el mal estado del mar y los fenómenos meteorológicos adversos confundieron las señales de radar y sonar de los barcos, haciendo creer erróneamente a los oficiales que se encontraban en plena emboscada del ejército de Vietnam del Norte. Los buques abrieron fuego durante dos horas, pero tras esto, Herrick notificó que el ataque no había existido realmente y que todo había sido fruto de la confusión. Todos los documentos oficiales existentes alrededor del segundo ataque en Tonkín fueronclasificados y no se harían públicos hasta muchos años más tarde, encubriendo las evidencias que atestiguaban que el segundo ataque jamás tuvo lugar. Aquella noche de agosto, cuando los informes de un supuesto segundo ataque norvietnamita llegaron a la Casa Blanca, McNamara vio a Johnson transformarse. “Se le iluminaron los ojos como si hubiera encontrado su billete de lotería“, recordaría el secretario de Defensa. El presidente redactó personalmente la resolución que le daría poderes de guerra, insertando una frase clave: “Como el Presidente determine necesario“. Era el lenguaje vago que había usado toda su vida para dejar puertas abiertas en negociaciones.
La diplomacia del cheque en blanco (1964-65): creía que bombardeos selectivos (“Rolling Thunder”) forzarían a Ho Chi Minh a negociar. Sin embargo, subestimó la voluntad de sacrificio norvietnamita: “Ellos no tienen televisión; no les importa si mueren 10 o 10,000” (confesión a Robert McNamara, 1966).
La utilización del engaño sistemático: manipuló el Incidente del Golfo de Tonkín (en 1964) para obtener poderes de guerra. Sus asesores sabían que el segundo ataque probablemente nunca ocurrió. También usó jerga burocrática para esconder fracasos: “Reajuste de expectativas” por derrotas, “zonas de libre fuego” por aldeas arrasadas. Demasiados eufemismos.
El Último Intento en Guam, encadenando errores (en 1967): reunió a los líderes survietnamitas en una base militar estadounidense. Les gritó: “¡¿Quieren seguir existiendo?!” mientras les mostraba fotos de niños quemados con napalm. El efecto fue el contrario: se sintieron humillados.
Losarchivos norteamericanos revelan que, en 1968, tras la ofensiva del Tet, Lindon Johnson estaba listo para negociar seriamente, pero su credibilidad estaba tan erosionada que ni los soviéticos —intermediarios naturales— quisieron mediar. La ofensiva del Tet lo encontró en su rancho, viendo noticias donde Walter Cronkite declaraba la guerra perdida. Esa noche, según su ayudante, Johnson se encerró en el baño y vomitó durante veinte minutos. Al día siguiente, convocó a sus asesores: “Vamos a negociar de verdad“. Pero era demasiado tarde. Sus tácticas de presión —bombardeos escalonados como “incentivos“— habían quemado todos los puentes.
En sus últimos días, LBJ confesó a Doris Kearns: “Vietnam me arrebató todo. Hasta mi capacidad para convencer.” Su tragedia fue no entender que la negociación, en última instancia, requiere algo que él perdió: la capacidad de escuchar.
Otros problemas, las relaciones con la Unión Soviética:
Johnson envidiaba con intensidad la elegancia de John Fitzgerald Kennedy con Jrushchov.
Johnson desconfiaba de la diplomacia soviética. “Esos hijos de puta solo entienden dos cosas: los misiles y el dinero“, le espetó a Dobrynin en 1967. Pero en la crisis de Oriente Medio, reveló un talento inesperado.
Si bien su enfoque fue bastante burdo, resulto efectivo en crisis puntuales, aun cuando no en el aspecto global: durante la Guerra de los Seis Días en 1967, cuando Egipto – en ese momento aliado de la Unión Soviética, cerro el estrecho de Tiran, la situación se volvió tensa en cuanto los Estados Unidos amenazaron con intervenir y los rusos con responder con un masivo desembarco de tanques. Lindon Jonhson envió al USS Liberty a aguas internacionales cercanas al área de conflicto (un mensaje claro), pero también llamo personalmente a Alexei Kosygin diciendo: “Alexei, no quiero que mis muchachos y los tuyos terminen matándose por esto.”. Inclusive, se cuenta que agrego: “Alexei, usted y yo tenemos nietos. No dejemos que esto se nos vaya de las manos“. El premier soviético, sorprendido por el tono coloquial, accedió a contener a Egipto. El resultado fue que los soviéticos contuvieron discretamente a sus aliados árabes.
Sin embargo, nunca entendió la psicología soviética ni la forma de razonar de sus principales dirigentes. En 1966, durante una recepción en Glassboro, abrazó a Kosygin frente a las cámaras de la televisión nacional e internacional. El Premier soviético se sonrojó de ira: en su cultura, eso era una humillación. Aparentemente, nadie de sus asesores diplomáticos pensó en advertirle, aun a pesar de que no se caracterizaba justamente por la delicadeza de su trato y sus gestos.
América Latina: la diplomacia del “garrote dorado”:
La etapa de la Alianza para el Progreso (1961-69): esta iniciativa que fue considerada por muchos como una suerte de Plan Marshall para América Latina, iniciada por John Kennedy, que no llego a cuajar, justamente por la muerte de este, fue aprovechada por Johnson, pero este la convirtió en un auténtico híbrido de ayuda y coerción, más de lo último que de lo primero: en Brasil, en 1964 apoyo el golpe contra el Presidente Constitucional João Goulart tras asegurarse que los generales golpistas bajo la inspiración de Golbery de Couto e Silva garantizarían los intereses y negocios estadounidenses. En la Republica Dominicana, en 1965, desarrollo una invasión para “evitar otra Cuba”, disfrazándola de intervención colectiva y recibiendo el apoyo de los brasileños, negociando con Rafael Balaguer el desarrollo de elecciones con ciertos estímulos económicos. En 1968, durante la masacre de Tlatelolco en México, mantuvo un discreto silencio a cambio que el Presidente Gustavo Diaz Ordaz apoyara su ¨salida honrosa de Vietnam. “A veces la mejor negociación es no decir nada“, anotó en sus memorias no publicadas.
Podemos agregar el caso de Chile de Salvador Allende: En 1964, mientras aprobaba fondos para escuelas en Chile, autorizaba operaciones encubiertas contra Allende. “Es como cazar venados en Texas”, explicó a un embajador. “Les das sal para que se acerquen, luego disparas“.
El Legado: Lecciones para Negociadores del Siglo XXI:
El contexto es Rey: lo que funciona en el Capitolio puede fracasar en Hanoi.
El poder de la Autoconciencia: Johnson nunca supo que su mayor debilidad era creerse invencible.
Los límites del poder personal: las relaciones humanas no sustituyen estrategias estructurales.
Hoy, cuando observamos a líderes contemporáneos luchar con crisis complejas, la figura de Johnson se alza como un faro de advertencia. Nos recuerda que incluso las habilidades negociadoras más extraordinarias tienen límites, que lo que funciona en un contexto puede fracasar estrepitosamente en otro.
Su historia es particularmente relevante en nuestra era de polarización política. Johnson demostró que incluso los acuerdos más imposibles pueden lograrse cuando un negociador comprende profundamente los deseos y temores de su contraparte. Pero también nos advierte sobre el peligro de creer que todas las situaciones responden a las mismas tácticas.
Johnson murió creyendo que sus asesores lo habían traicionado. La verdad era más compleja: los había moldeado como extensiones de su voluntad, hasta que el peso de Vietnam los quebró. Su legado para los negociadores modernos es paradójico: el arte de manejar equipos requiere tanto dominarlos como saber cuándo soltarlos. Como él mismo admitió en 1972: “Quería que todos remaran juntos, pero olvidé que algunos tenían los brazos rotos”.
Esta faceta de LBJ —el manipulador de talentos que terminó prisionero de su propio juego— sigue siendo hoy una advertencia para líderes en cualquier ámbito: por brillante que sea un estratega, nadie negocia bien cuando está solo contra el mundo.
En sus últimos días, retirado en su rancho de Texas, Johnson pasaba horas mirando al horizonte, reflexionando sobre lo que había ganado y perdido. “La grandeza de un hombre no está en cuánto poder acumula“, le confesó a un visitante, “sino en saber cuándo ese poder ya no sirve”. Fue quizás la lección más dura que este negociador nato tuvo que aprender, y la que más resuena en nuestro tiempo.
En sus últimos días, retirado en su rancho, LBJ le confesó a un periodista: “Todos me decían que era el mejor negociador de Washington. Pero al final, Vietnam me enseñó que hay cosas que ni el mejor trato puede arreglar”. La frase resuena hoy como advertencia para cualquier líder: el arte de la negociación requiere tanto de pragmatismo como de humildad para reconocer cuando el juego ha cambiado.
En lo que probablemente fue la última lección, en enero 1973, días antes de morir, Johnson recibió la noticia del Acuerdo de Paz de París. Según su enfermera, lloró sin consuelo. No eran lágrimas de alegría, sino de comprensión tardía: a veces, la verdadera maestría negociadora consiste en saber cuándo retirarse.
El Gabinete de LBJ: un taller de estrategia donde el martillo era el argumento predilecto:
Lyndon B. Johnson no tenía asesores; tenía instrumentos. A unos los pulsaba como cuerdas de violín para melodías políticas, a otros los empuñaba como hachas para derribar obstáculos. Su relación con cada miembro de su círculo íntimo era un estudio de psicología aplicada al poder, donde la lealtad se medía en lágrimas compartidas y traiciones potenciales se olfateaban como coyotes en la noche tejana.
McNamara: el hombre de los números que perdió la cuenta:
Robert McNamara, su Secretario de Defensa, era el espejo en el que Johnson veía reflejado su propia contradicción: la racionalidad versus la pasión. El presidente admiraba su mente analítica —”Bob puede decirte cuántos vietcong mueren por dólar gastado“— pero despreciaba su vacilación cuando las cifras chocaban con la realidad.
En las reuniones sobre Vietnam, Johnson alternaba entre halagar su intelecto y humillarlo públicamente: “Bob, tú que eres tan listo, ¿por qué no me dijiste que esta maldita guerra iba a pudrirse como un armadillo atropellado?” (grabación de la Casa Blanca, marzo 1966). Le obligaba a defender cifras de “progreso” que ambos sabían falsos, mientras le apretaba el brazo hasta dejar marcas.
El día que McNamara rompió a llorar en el Gabinete (noviembre 1967), LBJ lo abrazó como a un hijo, le ofreció whisky, y al día siguiente empezó a marginarlo. La debilidad, incluso la humana, era un lujo que su pragmatismo no toleraba.
Dean Rusk: el muro de piedra que sabía doblegarse:
El Secretario de Estado era su antítesis temperamental: un sureño estoico que hablaba en susurros. Johnson lo usaba como escudo humano ante los halcones del Congreso —“Si Dean lo apoya, debe ser patriótico”— pero en privado lo llamaba “mi tortuga diplomática”.
La genialidad de LBJ fue convertir la rigidez de Rusk en ventaja: cuando los generales presionaban para bombardear Hanoi, Johnson dejaba que Rusk los frenara con argumentos legales. En la Crisis de los Seis Días, lo envió a negociar con los soviéticos precisamente porque su lentitud exasperante evitaba compromisos precipitados.
Bill Moyers: El Hijo Pródigo que se Volvió Hereje:
Su joven secretario de Prensa era su talón de Aquiles emocional. Moyers —exseminarista— representaba la conciencia moral que Johnson pretendía ignorar. Le permitía hablarle con una franqueza que hubiera costado el puesto a cualquier otro: “Señor Presidente, no podemos ganar en Vietnam, pero tampoco podemos admitir que lo sabemos” (memorándum interno, 1966).
Cuando Moyers empezó a filtrar sus dudas a la prensa, Johnson lo despidió con un drama shakesperiano: “Me duele más que cuando mi perro Blue se comió mi mejor sombrero”. Durante años guardó su fotografía en un cajón, sacándola solo para maldecirla en momentos de ira.
Los “Wise Men”: El coro griego que aprendió a cantar afinadamente:
Su círculo de veteranos asesores (Acheson, Harriman, Bundy) recibía un trato de socios temporales. Los convocaba en crisis, los adoraba cuando coincidían con él, y los desterraba cuando disentían: en 1965, celebró su apoyo unánime para escalar en Vietnam con un brindis: “¡Con este equipo, hasta podríamos convertir a Castro en demócrata!”. En marzo 1968, cuando la mayoría le aconsejó desescalar, los llamó “viejas brujas asustadas” y canceló sus pases a la Casa Blanca.
Lady Bird: La consejera que no necesitaba hablar”
Su esposa fue quizás su mejor asesora, precisamente porque nunca daba consejos directos. En lugar de ello:
- Organizaba cenas donde invitaba a quienes LBJ necesitaba escuchar.
- Dejaba libros sobre los fracasos de Napoleón en su mesilla de noche.
- Cuando el presidente gritaba “¡Nadie me entiende!”, ella servía té y cambiaba el tema a sus nietos.
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