No había reunión en la Casa Blanca donde la presencia de Robert McNamara pasara desapercibida. Alto, con el pelo engominado y unas gafas que reflejaban la luz como pantallas de radar, el secretario de Defensa de Lyndon B. Johnson personificaba la paradoja de una era: un genio estadístico que terminó atrapado en una guerra que sus propias cifras no podían explicar. Su relación con Lindon Jonhson fue un suerte de pieza musical de admiración y resentimiento, donde cada paso estaba calculado, pero la música terminó por desbordarlos a ambos.
Sus anos de formación: el tecnócrata total
Nacido bajo el cielo gris de San Francisco en 1916, Robert McNamara creció en una época donde América aún creía en el poder redentor de la razón. Hijo de un gerente de ventas de calzado y una maestra, el joven Robert heredó de su madre el rigor puritano y de su padre la obsesión por los resultados medibles. En la Universidad de California, Berkeley, donde se graduó en Economía y Filosofía con honores, desarrolló una fe casi religiosa en el poder de los números para domeñar el caos humano. Fue allí, entre ecuaciones y tratados de lógica, donde forjó la convicción que marcaría su vida: “Todo problema, por complejo que sea, puede descomponerse en variables cuantificables”.
Como profesor asistente en Harvard Business School a fines de los años 30, McNamara revolucionó los métodos de enseñanza con un enfoque obsesivo en el análisis cuantitativo. Sus clases no hablaban de “intuición empresarial”, sino de “unidades de producción por hora-hombre”. Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, el Pentágono reclutó a este cerebral profesor para aplicar sus métodos al esfuerzo bélico.
Cuando el bombardeo de Tokio, McNamara formó parte del equipo que calculó la altitud óptima para maximizar muertes en los ataques incendiarios sobre Japón. Sus ecuaciones determinaron que volar a 5,000 pies aseguraría que el napalm se esparciera como “mantequilla derretida sobre pan caliente” (según sus notas técnicas).
Años después confesaría que, al ver las fotos de Tokio carbonizada, sintió “incomodidad estadística” pero no remordimiento. “Eran cifras en un informe, no madres y niños“, admitiría en una grabación privada en 1991.
En 1946, junto a otros nueve jóvenes oficiales conocidos como “los whiz kids”, McNamara llevó sus métodos a Ford Motor Company. Allí implantó:
El control de costos radical: eliminó los ceniceros estándar en todos los modelos, ahorrando $1.37 por unidad. “Multiplicado por 200,000 autos, eso paga tres ingenieros al año”, argumentaba.
La tiranía de las métricas: los ejecutivos debían justificar hasta el último tornillo con proyecciones a cinco años.
Henry Ford II lo llamó “el hombre que sabe el precio de todo, pero el valor de nada”, pero en 1960 lo nombró Presidente de la compañía. Solo ocupó el cargo un mes antes de que John F. Kennedy lo reclutara para el Pentágono.
El Hombre que Creía en las Planillas de Excel antes que en las Trincheras:
McNamara llegó a Washington desde la presidencia de Ford Motor Company, donde había revolucionado la industria con su obsesión por los datos. “La verdad está en las tablas, no en los discursos“, solía decir. Johnson, que desconfiaba instintivamente de los intelectuales, quedó fascinado por su capacidad para reducir complejidades a columnas ordenadas de números.
Mientras LBJ pensaba en términos de senadores que convencer y titulares que controlar, McNamara hablaba de “costo-beneficio“, “tasas de rendimiento” y “métricas de éxito“. Era como si la guerra de Vietnam pudiera gestionarse como una línea de montaje en Detroit.
Sus informes semanales a Johnson estaban repletos de porcentajes: bajas enemigas, hectáreas defoliadas, kilómetros de senderos destruidos. El presidente los devoraba, subrayando cifras con un lápiz rojo. “Bob me hace sentir que estamos ganando, aunque el maldito telediario diga lo contrario“, confesó una vez a un asistente.
Los Años de Johnson: el naufragio de un racionalista:
Con Jonhson, la relación fue de fascinación mutua y frustración creciente. McNamara se convirtió en el suministrador oficial de certidumbre matemática para un Presidente que ansiaba controlar lo incontrolable.
El Ritual Diario de la Auto ilusión:
Cada mañana, McNamara entregaba a Johnson un dossier con:
El “Body Count”: bajas enemigas estimadas, calculadas mediante fórmulas que asignaban valores numéricos a “túneles destruidos” y “arroz confiscado“.
La “Teoría del Umbral”: su hipótesis de que al eliminar exactamente 2.3% de la fuerza laboral norvietnamita mensual, el enemigo colapsaría en 18 meses.
“Era como ver a un hombre intentar apagar un incendio forestal con una jeringa“, recordaría después el general William Westmoreland.
El punto de quiebre llegó en octubre 1966, cuando McNamara visitó Vietnam por séptima vez. En un hospital de campaña, un marine moribundo le agarró la mano y preguntó: “¿Valió la pena, señor?”. Esa noche, en Saigón, escribió en su diario: “Por primera vez, mis ecuaciones tienen sangre entre las variables“.
Robert McNamara: las sombras de un tecnócrata en el laberinto del poder:
El despacho de McNamara en el Pentágono era un templo al culto racionalista. Sobre su escritorio, pulcramente alineados, reposaban tres relojes marcando la hora en Washington, Saigón y Moscú. Detrás, un pizarrón repleto de ecuaciones que pretendían descifrar el caos de la guerra fría. Aquel espacio ordenado era el reflejo físico de una mente que creía posible domesticar la irracionalidad humana mediante el cálculo preciso. Hasta que la realidad se encargó de demostrarle que algunas tormentas no pueden predecirse con meteorología matemática.
Cada mañana, antes del amanecer, McNamara iniciaba su rutina invariable:
45 minutos de ejercicios físicos medidos con cronómetro
Desayuno: 236 calorías exactas (un huevo duro, jugo de naranja medido en onzas)
Revisión personalizada del “Libro Negro”: un compendio de estadísticas bélicas actualizado cada 12 horas
Sus subalternos aprendieron pronto que presentar información sin respaldo cuantitativo equivalía a suicidio profesional. “Trae datos o trae tu renuncia“, advirtió una vez a un general que habló de “moral de tropa” sin métricas definidas.
El teatro de la certidumbre:
En sus comparecencias ante el Congreso, McNamara perfeccionó una coreografía destinada a transmutar dudas en certezas:
Usaba proyecciones de acetatos con tipografía Helvetica (“la fuente de la autoridad”, según él)
Transformaba preguntas incómodas en oportunidades para exhibir tablas de crecimiento logarítmico
Cuando las cifras fallaban, cambiaba discretamente los parámetros de medición
Un senador republicano murmuró tras una sesión agotadora: “Es como debatir con una computadora que siempre encuentra nuevos decimales para esconder la verdad“.
Para 1967, los sistemas de McNamara generaban informes que él mismo empezaba a descreer:
Las “bajas enemigas confirmadas” incluían campesinos muertos por accidente
Los “objetivos estratégicos neutralizados” eran a menudo escuelas y hospitales
El “territorio pacificado” se medía en kilómetros cuadrados, no en lealtades ganadas
En sus noches más oscuras, comenzó a garabatear en los márgenes de los informes: “¿Cuántas ecuaciones equivalen a un niño quemado?”.
El Colapso de un Cerebro Racional:
Para 1966, las grietas en la fachada de McNamara eran visibles. Sus propios sistemas comenzaban a contradecir la narrativa oficial:
El “Body Count” como Espejismo: las unidades vietnamitas reaparecían tras ser declaradas “aniquiladas”. Los aldeanos reclutados por el Viet Cong no figuraban en sus modelos.
En una reunión privada en el Gabinete, McNamara rompió a llorar al describir cómo niños quemados con napalm no encajaban en sus “proyecciones de daño colateral“. Johnson, incómodo, le pasó un pañuelo y cambió abruptamente de tema.
El Exilio del Tecnócrata:
En noviembre de 1967, McNamara entregó a Johnson un memorándum clasificado donde sugería congelar los bombardeos y buscar una salida negociada. La respuesta fue fulminante en la última reunión: “Bob, o estás conmigo o estás contra mí“, rugió Lindon Jonhson, arrojando el informe sobre la mesa. “¿Acaso quieres que los comunistas bailen sobre el Capitolio?”.
Lo nombró presidente del Banco Mundial, un puesto prestigioso, pero lejos de Vietnam. “Es como si Ford me hubiera hecho director de un museo de carruajes“, murmuró McNamara al recoger sus fotos del Pentágono.
Su destierro dorado como presidente del Banco Mundial (1968-1981) fue un ejercicio de expiación inconclusa:
Duplicó los préstamos a países en desarrollo, pero insistía en evaluar escuelas y hospitales con los mismos modelos que usó para medir bombardeos.
En privado, coleccionaba poemas de soldados vietnamitas, memorizando versos sobre “el arroz que no crecerá donde cayó el Agente Naranja”.
Su etapa en el Banco Mundial reveló la contradicción definitiva:
Impulsó megaproyectos con el mismo fervor que antes destinaba a operaciones militares.
Sus modelos de desarrollo ignoraban variables culturales como el arraigo a la tierra.
Visitaba aldeas beneficiadas por sus programas, pero rechazaba hablar con los campesinos (“distorsionan los datos con emociones“).
El Legado: cuando los números no alcanzan:
Años después, en sus memorias, McNamara escribiría: “Fallamos porque racionalizamos lo irracional“. Su tragedia personal resonaba con la de Johnson: ambos creyeron que podían dominar el caos con herramientas de otra época.
Para los estrategas modernos, su figura sigue siendo un faro de advertencia: ningún algoritmo puede capturar el miedo de un soldado o la resistencia de un pueblo.
McNamara supo demasiado tarde que servir a un presidente no es lo mismo que servir a la verdad.
En sus últimos años, un McNamara envejecido solía pasear por el Mall de Washington, mirando el Vietnam Veterans Memorial. “Todo está ahí“, le dijo una vez a un periodista señalando los 58,000 nombres tallados en mármol. “Todas las cifras que nunca quise entender”. La frase condensaba su drama: el hombre que quiso convertir la guerra en una ecuación terminó aprendiendo que algunas sumas no cierran.
Epílogo: Las Cuentas que Nunca Cierran:
Cuando McNamara murió en 2009 a los 93 años, dejó instrucciones estrictas para su funeral: sin discursos grandilocuentes, solo una interpretación del Adagio para cuerdas de Barber. La pieza, lenta y matemáticamente perfecta, dura exactamente 8 minutos y 36 segundos – el mismo tiempo que tardaba en explicar su “teoría de la escalada controlada” en Vietnam.
En sus últimos años, McNamara desarrolló tres obsesiones:
Reunirse con antiguos generales vietnamitas para comparar cifras
Coleccionar relojes detenidos (simbólicamente, “el tiempo que quiso controlar”)
Releer obsesivamente Fausto de Goethe, subrayando pasajes sobre pactos con el diablo
Murió sin responder la pregunta que más le atormentaba: ¿Fue víctima o arquitecto de la ilusión tecnocrática? Su legado sigue flotando como una advertencia en los pasillos del poder: cuando los números se convierten en dogmas, incluso los genios matemáticos terminan perdidos en sus propias ecuaciones fallidas. Hoy, en la era del big data y las guerras por drones, su legado persiste como una advertencia en mármol: por sofisticados que sean nuestros modelos, hay variables humanas que se resisten a ser cuantificadas. El hombre que creyó poder domeñar la guerra con hojas de cálculo terminó sus días sabiendo que algunas ecuaciones solo pueden resolverse con lágrimas, nunca con lógica.
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